Herejía
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Herejía, el Legado de la Magia

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Mensaje  Saskia Sáb Abr 12, 2008 1:57 pm

La luna se cernía ya sobre los angostos terrenos cuando el lobo llegó corriendo a la gran roca sobre la que se subiría, al igual que todas las noches. Pero, sin embargo, esa noche en concreto, era especial, pues allí mismo, frente a la roca, aguardaban cientos de seres de distintas razas, esperando a cumplir la antigua tradición, cumplida desde antaño por todos los habitantes de aquel gran Imperio que era Giriämr-Fyr. El imponente lobo de negro pelaje, se sentó en la roca con rápida agilidad, observando a sus compañeros. Los feéricos, de los cuales destacan, como casi siempre, elfos y hadas, se sentaban junto a los árboles, charlando y haciendo trueques entre ellos con una gran variedad de sus sencillas, pero poderosas armas; los licántropos, compañeros del lobo que presidía en la roca, aguardaban en silencio sentados junto a la orilla del lago, acompañados de los hechiceros, los cuales exhibían sus dones sobre la alta magia haciendo trucos para los más pequeños; los vampiros, mientras tanto, se mantenían entre las sombras, observando con recelo a sus eternamente rivales, los licántropos o miraban con contenida avidez los cuellos de los humanos, sentados junto a la gran roca, algo intimidados a la par que sorprendidos al verse acompañados de tan míticas criaturas. Mientras tanto, los espíritus sobrevolaban el cielo nocturno, aguardando la hora, mientras bromeaban con los enanos, sentados junto a la roca. El lobo carraspeó sonoramente, haciendo que los presentes se girasen todos a la vez, como movidos por un resorte. El lobo no pudo evitar dejar ir un inaudible gemido al ver a todos aquellos seres clavando su vista en él. Volvió a carraspear, tratando de neutralizar los nervios, y se acercó al borde de la roca, donde se sentó e infló el pecho.

- Bienvenidos, un año más, a la noche del recuerdo- comenzó a decir con su lobuna voz ronca, grave y potente- Como todos los años, vengo aquí a contaros la historia que muchos de vosotros sabéis, pero que otros no conocen o han olvidado ya…-

- ¡Mamá, mamá! ¡Un lobo que habla!- chilló una niña pequeña humana entre la multitud de los de su especie, arrancando risas de todos los demás.

- A veces las apariencias engañan- respondió a su vez el lobo con una media sonrisa divertida- Pero dejad que os cuente hasta dónde puede llegar el engaño, la traición y, por consecuencia, la injusticia… Pero tened en cuenta una cosa: todo lo que os cuente, es real, nada fantástico, porque esta es la historia, nuestra historia…la historia de…-

Herejía


La multitud se apresuraba a llegar hasta la plaza para despedir por última vez a los injustamente condenados. Entre ellos, dos diminutas figuras, ambas encapuchadas, corrían sorteando a los ciudadanos. A simple vista, parecían dos niños humanos normales y corrientes, como cualquier otro, pero ambos guardaban secretos indescifrables en sus mentes infantiles. Tan rápido iban en su carrera, que uno de ellos, tropezó y calló, haciendo que la capucha de su capa se descubriese y mostrase el rostro de una niña de unos once años, con el cabello largo y rubio recogido en una trenza y penetrantes ojos de un extraño color gris metálico. El otro niño, en ver que su amiga estaba en el suelo, dejó ir una carcajada y se acercó a ella descubriendo también su rostro. Era un niño, aproximadamente de unos cinco años, con el pelo corto de color castaño y los ojos azules como el hielo. El chico se acercó a la yaciente en el suelo y tendió su mano para ayudarla a levantarse. Justo cuando ya ambos estaban de pie, riéndose por el incidente, las puertas del castillo se abrieron y de él salió el carro, tirado por dos caballos negros, que cargaba a los sentenciados hasta la plaza donde serían ejecutados. Los dos niños callaron y corrieron, empujando a la multitud para tratar de conseguir un puesto donde pudiesen ver la ejecución con claridad. Habían llegado ya a primera fila, cuando los condenados estaban subiendo al patíbulo donde serían ahorcados. Llegados a primera fila, pudieron observar, no sin el horror marcando sus caras de niños, que los condenados eran ni más ni menos que los últimos guerreros pertenecientes a la Orden del Temple, los cuales habían sido perseguidos y capturados por la Inquisición. El portavoz, uno de los monjes inquisidores, comenzó a leer con rapidez y claridad la sentencia, de forma que todos los presentes pudiesen oírla. Una vez terminó, uno de los guardias dio una patada a una de las sillas que sostenía a uno de los templarios, haciendo que el cuerpo cayese al vacío y el guerrero comenzase a morir asfixiado. Tras la muerte de éste, comenzó a ejecutar el mismo acto con sus compañeros, hasta que el último guerrero templario hubo caído.

Todo parecía haber terminado, pero, en ese momento, las puertas del castillo se abrieron y una silueta apareció recortada contra la luz, observando a los campesinos, que tan lejos estaban de llegar a su altura, a su modo de ver. El hombre comenzó a bajar las escaleras con elegante majestuosidad, haciendo que su túnica de Sumo Inquisidor arrastrase levemente en el suelo. Aquel hombre era Elmer Turpin, el líder de la Santa Inquisición. Los dos niños intercambiaron una mirada llena de duda y sospecha, enarcando las cejas, pues el Sumo Inquisidor no solía asistir a las ejecuciones de sus prisioneros, ya que, según él, no era tan divertido como asistir a una tortura, o realizarla por sí mismo. No obstante, esa tarde, el Sumo Inquisidor mostraba una tenebrosa media sonrisa victoriosa, por lo que ambos supieron al instante que aquellos últimos Templarios no eran los únicos sentenciados. Justo estaban pensando en ellos, cuando las puertas del castillo se abrieron una vez más y por ellas salió un hombre de unos cuarenta años, también andando con elegancia. Tenía el grasiento cabello castaño cayendo sobre su erguida espalda y los fríos ojos metálicos posados desafiantes en el Sumo Inquisidor, quizá retándolo a hacer algo que la multitud allí presente desconocía. Sus ropas, raídas y manchadas con su propia sangre, oscilaban a su paso, mientras se acercaba a la gran pira situada en el centro de la plaza. Al hacerlo, pasó junto a los dos críos, desviando la mirada con dolor reflejado en su rostro al ver las lágrimas recorrer el rostro de la niña y la palidez de su amigo. El Sumo Inquisidor lo paró en seco, sosteniéndolo con fuerza del dolorido hombro desencajado, acercando la boca al oído del condenado de forma que solo él pudiese oírle, sin saber que el fino oído de la pequeña estaba puesto en sus palabras.

- Esto es lo que ocurre cuando me traicionan…- comenzó a decir el gobernante arrastrando las palabras con ira y satisfacción mezcladas- Eras un noble, Conde de una gran ciudad y me traicionaste convirtiéndote en el líder de los Rebeldes... Ahora, paga tu condena…-

- Condena sería ver a mi pueblo sometido eternamente a ti y presenciar el último aliento de mi propia hija…- respondió a su vez el Rebelde con mirada segura y desafiante.

- ¿Acaso prefieres tu muerte antes que la de gente que ni te conoce, respeta y aprecia?-

- ¿He de contestar a eso?- inquirió el antaño Conde con una media sonrisa burlona.

El Sumo Inquisidor le dirigió una mirada mordaz cargada de odio y desprecio, empujándolo con fuerza para que sus soldados lo llevasen hasta la pira.

- ¡Observad, mi pueblo, lo que ocurre con los traidores!- gritó Elmer Turpin con su grave voz haciendo que todos lo oyesen- ¡Este hombre fue mi mejor guerrero, el Conde de Gallaneth, pero se convirtió en el líder de la rebelión y en un vulgar… hereje!- prosiguió observando a su rival atado ya en la pira- ¡Que esto sirva de ejemplo para todos vosotros!-

El Sumo Inquisidor sostuvo con firmeza una antorcha que traía uno de los guardias y la lanzó a la pira, la cual prendió al instante, haciendo que el fuego subiese y quemase vivo al condenado. Los gritos de dolor se elevaron en la plaza, llegando a los oídos de los impotentes niños. La pequeña hizo ademán de correr hacia la pira, pero el niño la detuvo cogiéndola de un brazo, mientras tiraba de ella para sacarla de ese lugar.

Nadie lo supo en ese momento, pero aquellos dos niños eran más especiales de lo que cualquiera hubiera creído, pues se trataban de Kishua, el hijo del antaño rey del Imperio de Giriämr-Fyr y Saskia, la hija de aquel condenado al que había visto agonizar de tan espantosa forma. Mientras se marchaban, sin volver la vista atrás, Saskia se juró a sí misma vengar la muerte de su padre destruyendo a Elmer Turpin y liberar al pueblo esclavizado por los Inquisidores, sin saber que Kishua pensaba exactamente lo mismo.
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Elfa, líder de Daran-Ther

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